"Elle est triste elle fait valoir
Le doute qu'elle a de sa réalité dans les yeux d'un autre."

En exil, Paul Eluard.

domingo, 29 de marzo de 2015

Ces gens là


Primero, está el mayor, Él, que es como un melón. Él, que tiene una gran nariz. Él que ya no sabe su apellido. Señor, tanto que bebe, o tanto que ha bebido, que no puede ya hacer nada. Él, que ya no puede más. Él, que está completamente borracho y que se cree el rey. Que se emborracha todas las noches con vino peleón. pero que le encontramos cada mañana en la iglesia, echándose un sueño. Tieso como una pérgola, blanco como un cirio de pascua.. Y además, balbucea y tiene el ojo que divaga. Hace falta decir, Señor, que en casa de esa gente no se piensa, Señor, no se piensa:  se reza. 

Y además, está el otro. Zanahorias en el pelo. Que nunca ha visto un peine, que es más malo que la tiña, aunque donaría su camisa a pobres gentes felices. Que se ha casado con la Denise, una chica de ciudad, en fin, de otra ciudad.  Que hace sus pequeñas cosas, con su pequeño sombrero, con su pequeño abrigo, con su pequeño coche. Que le gustaría aparentar, pero que no aparenta nada. No hay que jugar a los ricos, cuando no se tiene un duro. Hace falta decir, Señor, que en casa de esa gente, no se vive, Señor, no se vive: se engaña

Y además, están los otros: La madre que no dice nada, o cualquier cosa, de la tarde a la mañana, bajo su bello hocico de apóstol Y en su marco de madera, está el bigote del padre, que ha muerto de un resbalón, y que mira su rebaño tomarse la sopa fría. Y hacen grandes "flchss". 
Y hacen grandes "flchss". 
Y además, está la viejecita, que no termina de temblar, y que se espera que muera, ya que es ella quien tiene la pasta. Que ni siquiera ya se le escucha a lo que esas pobres manos cuentan. Hace falta decir, Señor, que en casa de esa gente, no se conversa, Señor, no se conversa: se cuenta.
...

Jacques Brel, "Ces gens-là"



Para los que acudimos a Jacques cuando   empezamos a aprender francés en serio esta canción representaba todo un desafío. Yo particularmente, apenas comprendía que hablaba de una familia de burgueses que bebía vino malo, les gustaba aparentar y hacían ruido al sorber la sopa. Sí, en particular aquel personaje del padre que se murió de un resbalón, pero cuyo bigote permanece en un marco de madera mirando al resto de su manada tomar la sopa fría haciendo "flchss". Pocas onomaopeyas me han enseñado tanto en la vida. Porque lo que Jacques decía era que, ojo, en Francia la sopa es una institución. Una institución como Descartes, como Napoleón o como Brigitte Bardot.


Pero aquella advertencia no formaba parte de mi particular libreta de gabachadas y bizarrismos que si no tienes en cuenta pueden conducirte a la ruina en este país. No supe entender a Jacques y la primera vez que me pidieron que dejara una sopa hecha para la cena fracasé estrepitosamente. 
Como no hay fideos, cortaremos los macarrones esos que son como remolinos, en rodajitas, unos ajitos para dar sabor al caldo, y ya que nos ponemos a echar, una patata picadita, pimiento, cebolla y un toque de comino. No aspiraba tampoco a ejecutar la sopa de verduras de mi tío Jorge (y el tío Jorge SÍ que es una institución), cuidadosamente picadas, pero no estaba nada mal mi sopa. Nada mal. No obstante, durante la cena percibí que algo no marchaba bien. Aunque no quedaron ni los posos, no escuché ese "flchss" característico.

Por: María José Peña.

Unos días más tarde era domingo, y junto al "Rocío, mañana si tienes tiempo (que quiere decir que si no tienes tiempo, también), prepara una sopa para la cena" vino aquel fatídico "pero mira, ven, que te voy a enseñar cómo la hago yo". Si hasta aquí hay alguien con fe ciega en la cocina francesa, que abandone la sala, pues no le va a gustar lo que sigue. "Pones a hervir agua, y echas un poco de col, de nabo, de puerro, pero lo verde oscuro, la parte del tallo, la otra no, y de ... (otras verduras que yo creo que ni tienen traducción al castellano). Las verduras las coges del congelador, que siempre hay. Ah, y no eches especias que si no matan el sabor de la col (???). Dejas cocer de 20 a 30 minutos y luego lo bates".
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¿Ya? ¿Ni un mísero cubo de caldo? ¿Y el sabor? ¿Y la consistencia? ¿Y con la parte blanca del puerro qué hago? ¿Qué será lo próximo,  la tortilla cociendo las patatas?



Yo, que escurro las lentejas con el colador para no tomar el caldo, he pasado a cenar cada noche un líquido verdoso, pero inodoro e insípido, porque yo a la col sigo sin pillarle el sabor.
Eso en Madrid se llama agua sucia, chata.


Así que... ¡cuidado! No te dejes llevar por el sabor y los sentidos, no mastiques ni permitas que haya grumos en tu plato de sopa, y utiliza sólo verduras congeladas. Y por supuesto, no hagas "flchss", que ese Jacques no es sino un difamador. Un difamador que no es francés, sino belga. No es francés como tampoco lo es Picasso ni Rousseau, por mucho que os joda. Y Zidane es medio argelino.
Porque Jacques era belga, pero no era nada tonto. Por eso, para engañar a la censura de la presión social francesa, terminaba su canción excusando a aquella terrible familia con el personaje de Frida, "bella como un sol", pero a la que no dejan que se vaya con él, 
Tenemos que admitir que, en el fondo, Francia tiene su Frida. Tiene aquel lado magnético que nos atrae y que nos hace detestarla y amarla a la vez. A pesar, muy a su pesar, de, como diría Mafalda, vuestro vil brebaje. Pardiez. 










domingo, 22 de marzo de 2015

La última lluvia del invierno.

"-Madrid no es una ciudad, Madrid es una entelequia... ¿Tú sabes lo que es una entelequia? - me preguntó muy serio, mirándome.
-Por supuesto - dije yo, sin saber adónde me iba a llevar.
-Cualquier ciudad de verdad: París, Londres, Nueva York... está a la orilla del mar o de un río en condiciones. ¿Qué río tiene Madrid? ... Ninguno - se respondió él mismo . Y, ¿por qué? Pues porque Madrid es una entelequia... ¿Y cuáles son los mitos de Madrid? - siguió pensando en voz alta. - ¡El oso y el madroño!, ya ves tú, que ni hay osos ni madroños y dudo mucho que los hubiera nunca! 
(...) 
Todos los que vivimos aquí somos unos pobres hombres. Tú, yo, todos esos que están durmiendo por ahí - señaló los bancos de alrededor -, los que están ahora en sus casas... Aunque la mayoría piensan que son la hostia - añadió, con una sonrisa.
-¿De verdad tú piensas eso? - le pregunté, por decir yo algo.
-No es que lo piense, lo sé - me dijo él, muy seguro -, lo veo todos los días sin necesidad de moverme de este banco.
-Entonces, ¿por qué sigues en Madrid?
-Por el cielo. - me respondió, señalándolo, como aquella noche de hacía ya años."

El cielo de Madrid, Julio Llamazares. 



Afortunadamente, el cielo no entiende de fronteras. Y mirando el cielo puedes sentir que aquí y allí solo son adverbios de tiempo a los que cualquier Ícaro puede llegar. Mirando el cielo y sacando la mano por la ventana para comprobar que aquel estruendo que se adelantaba en 7 minutos a mi despertador era la última lluvia del invierno y no un espejismo o un efecto secundario del eclipse, no he necesitado alas de madera. Porque la radio española que sigo escuchando en rebeldía poética desde la distancia me confirmaba que el cielo de Madrid también llueve hoy. 8 grados en Gran Vía, y parece que no se verá el eclipse. 5 grados en la colina de Fourvière, tampoco veremos el eclipse, pero podría ser peor.

El cielo de Madrid ha venido a visitarme y llueve para despedir el invierno. Llueve, y son lágrimas de Madrid que me traen mensajes enrollados y atados con una cuerda roja. Son mensajes que me dicen que esta vez el vuelo no se retrasará, que se acabó el invierno, que saque la botella de sidra que guardo estratégicamente en el armario. Me dicen que ya puedo deshacer la maleta porque el invierno se va y tiene que llover, tiene que llover, tiene que llover, tiene que llover a cántaros. Tiene que llover, pero mientras tanto, siempre podremos refugiarnos en alguna estación de tren y fumar la pipa de la paz con los kilómetros, hacer una hoguera con los instintos asesinos y la francofobia que a veces me invade, cocer a fuego lento los arrepentimientos fugaces, la dudas autocidas y servirlos con la última sopa del invierno.

El cielo llora de rabia por esta victoria pírrica contra el invierno, contra el calendario de guante blanco que tanto nos ha robado. Pero la rabia es nuestra devoción (Silvio dixit) y aunque el mango del paraguas se rompiese en la anterior batalla, y apenas nos quede munición para esta guerra, las inseguridades hoy cambiarán de bando, lo sé, lo sé porque llueve y el olor a tierra mojada tampoco entiende de fronteras. 

El cielo de Lyon pesa sobre nuestras cabezas, pero bien sabíamos que no duraría para siempre, que el invierno se hizo para hibernar y que cuando el despiadado termómetro presumía de haber congelado nuestro alma, siempre pudimos gritar aquello de "¿Toda? ¡No! Una aldea poblada por irreductibles galos resiste todavía y siempre al invasor...". Porque llueve, y aunque los días de lluvia sean tristes por naturaleza y aunque el desarraigo no es sino el paso de querer ser ciudadana del mundo a sentirse de ninguna parte, bien sabemos que ésta es la última lluvia del invierno, y esta mañana, amor tenemos veinte años (Alberti dixit). 

El cielo de Madrid, el cielo de Lyon y el cielo de la humanidad llueve. Llueve y las gotas cayendo sobre el infinito cantan que se terminó aquello de no saber si soy yo o ya no soy, que se terminó el morderse los labios para no gritar al vacío de la ciudad un "te echo de menos" cuya única dirección conocida es la del remitente. Se acabó, y podemos empaquetar y desahuciar a los desvanes de la memoria aquel invierno en el que perdí la vergüenza a cantar por las calles, leí más que nunca, volví a escribir con pluma y a cebar mate, me aficioné a los caramelos de café y viví en un permanente calendario de adviento. El invierno en el que mitifiqué los recuerdos de Madrid, aquellos que fueron y aquellos que nunca llegaron a ser, les construí un altar de abrazos al eco y los acogí en mi mesilla de noche, junto a una caja de música y a una libreta que nunca aspiró a ser diario. El invierno en el que escribí cartas que no siempre llegaron, recibí postales, otras no llegaron, desgasté las yemas de mis dedos recorriendo las fotos que habitan las paredes de mi habitación, y me prometí a mí misma que nunca más lloraría en un aeropuerto. Que para llorar ya está el cielo, y hoy lo hace por última vez en este invierno.